El nombre nos identifica y nos integra dentro de la comunidad. Hace que seamos uno más dentro de un grupo, nos hace partícipes de la sociedad y al mismo tiempo nos distingue. Gracias a esa identidad nos socializamos, ya que en caso contrario, estaríamos mezclados con la masa sintiéndonos como si no fuéramos nadie.
El nombre nos hace “persona” y en griego persona significa “máscara”. Esta contiene los aspectos por los cuáles somos reconocidos por el entorno. A partir de esta máscara o personalidad nos permitimos opinar, hablar, juzgar y proyectarnos para escapar del incómodo y abstracto “yo soy yo”. Por otro lado, el nombre permite que aquel ser humano que tenemos delante sea alguien en nuestro lenguaje simbólico y quede unido y socializado dentro del mundo.
Poner nombre a una persona implica reconocer dos aspectos. Uno es su pertenencia, ya que ocupará un espacio corporal, emocional, mental, relacional y temporal en la familia y en la sociedad. Y el otro, es que la identidad individual está enraizada al legado familiar y sociocultural heredado. El nombre nos puede recordar quienes somos y de dónde venimos. Cada época y cada cultura tiene su estilo, pero ha sido bastante típico dar a los hijos los nombres de los padres, abuelos, padrinos o también nombres del santoral religioso o el de las figuras más populares. Es una manera de heredar el estatus y perpetuar virtudes, valores, normas, leyes, creencias familiares y culturales que tenemos que cumplir para honrar a los antepasados y sentir la inclusión.
Por eso, experimentar conscientemente la huella corporal, psicoemocional y relacional que el nombre nos da, nos puede aportar un conocimiento valioso sobre algunos aspectos de quienes somos y nos puede ayudar a descubrir tanto las limitaciones, como los posibles potenciales de libertad que tenemos para desplegar.
Dolors Roca